La imagen fue reveladora: Donald Trump y Keir Starmer, el primer ministro británico, anunciaron la semana pasada con sonrisas, un nuevo acuerdo comercial entre Estados Unidos y el Reino Unido, reduciendo aranceles en sectores clave como el automotor y el agrícola. Starmer lo llamó un "día histórico", evocando el espíritu de Winston Churchill. Trump, en un gesto de complicidad cultural, bromeó sobre el personaje de James Bond y su Aston Martin, asegurando que el espía ficticio "no tiene nada de qué preocuparse".
El mensaje es claro: ésta no era solo una transacción económica, sino la reafirmación de una alianza estratégica que lleva más de 200 años definiendo el orden global.
Pero al otro lado del Atlántico, en Argentina, el presidente Javier Milei parece empeñado en ignorar esa realidad. En abril del año pasado en una entrevista con el periodista Alejandro Fantino, aseguró que su gobierno está trabajando en la "recuperación diplomática" de las Malvinas, y que el primer paso fue el acto en Ushuaia junto a la jefa del Comando Sur de EE.UU., Laura Richardson, donde se anunció la instalación de una base naval con apoyo norteamericano. "Mi aliado es Estados Unidos", declaró Milei, como si eso bastara para torcer el rumbo de la historia.
La contradicción es evidente. Estados Unidos y el Reino Unido no solo comparten lazos económicos profundos (son el mayor inversor mutuo en sectores como defensa, tecnología y energía), sino que son aliados militares indivisibles. Ambos lideran la OTAN, Organización del Tratado del Atlántico Norte, integran el exclusivo pacto de inteligencia de los Cinco Ojos, y han combatido juntos en todos los conflictos importantes del último siglo. Cuando en 1982 el gobierno dictatorial de Argentina intentó la alocada recuperación de Malvinas por la fuerza, Washington -pese a estar teóricamente obligado por el TIAR, Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca, a apoyar a Buenos Aires- no dudó en respaldar a Londres con inteligencia, logística y suministros clave.
Hoy, el discurso de Milei parece desconocer esa lección. Su vicepresidenta, Victoria Villarruel, insiste en una "unidad hemisférica" contra "potencias extracontinentales" (en clara referencia al Reino Unido), pero la retórica choca con los hechos: el nuevo acuerdo Trump-Starmer no solo facilita el comercio, sino que refuerza la cooperación en defensa, justo cuando Londres aumenta su presencia militar en las islas.
Mientras Argentina ofrece a EE.UU. una base en Ushuaia como gesto de alineamiento, los británicos siguen siendo los proveedores preferidos de tecnología militar norteamericana, para sus aviones F-35 hasta sistemas de misiles.
¿Puede Argentina esperar realmente que Washington elija su causa por sobre la de Londres? La historia sugiere que no. El apoyo estadounidense al reclamo argentino nunca ha ido más allá de declaraciones ambiguas, mientras su respaldo al Reino Unido es concreto y multifacético. La base en Ushuaia, en el mejor de los casos, servirá para dirigir sus proyectos antárticos, no para presionar a los británicos.
Milei, obsesionado con su alineamiento ideológico con Trump, parece confundir simpatía con estrategia. Pero en Washington, las prioridades son claras: los socios son los que suman poder real, no los que piden ayuda. Y en ese tablero, el Reino Unido sigue siendo, por mucho, la pieza más valiosa. El espejismo de una alianza argentino- estadounidense contra Londres, no es más que eso: un espejismo.