En el teatro absurdo de la política migratoria europea, donde la externalización de fronteras se ha normalizado como dogma, emerge una propuesta que, por su crudeza y anacronismo, parece ficción.
Andrew Gilligan, ex asesor de los primeros ministros Boris Johnson y Rishi Sunak, lanzó al ruedo de la opinión pública británica una idea que sintetiza como ninguna, la desesperación ética y el revisionismo colonial del ala más dura del establishment: convertir las Islas Malvinas, territorio argentino bajo ocupación británica, en un vasto campo de procesamiento y contención indefinida para migrantes irregulares.
Esta sugerencia, expuesta con pragmática frialdad en el portal Conservative Home y amplificada por medios afines, trasciende el mero análisis de políticas de asilo. Es un artefacto político que revela, con inquietante claridad, cómo para ciertos núcleos de poder en Londres, los territorios ultramarinos siguen siendo percibidos como espacios vacíos, meros depósitos geopolíticos donde descargar los problemas que acucian al centro metropolitano.
La propuesta, aunque de escasas posibilidades de realización, opera como un espejo deformante que refleja una mentalidad imperial en estado de negación, dispuesta a reavivar conflictos latentes con tal de eludir sus responsabilidades humanitarias y su crisis de gobernanza doméstica.
El núcleo del argumento de Gilligan es una crítica desde la derecha al plan de la ministra del Interior, Shabana Mahmood, al cual considera insuficiente para disuadir los cruces del Canal de la Mancha. Para él, cualquier reforma que no elimine por completo la expectativa de establecerse en Gran Bretaña está condenada al fracaso.
Su “solución” es tan radical como simple: externalizar no solo el procesamiento, sino la vida entera de los migrantes. Propone construir, adyacente a la base militar británica de Monte Agradable en Malvinas, un campamento modular inspirado en la base de Camp Bastion que el Reino Unido operó en Afganistán, con capacidad inicial para miles y potencial para decenas de miles de personas.

El modelo promete seguridad, austeridad digna y cumplimiento formal de la ley británica, pero bajo una premisa irrevocable: el confinamiento en el fin del mundo. Sin derecho a trabajar, sin perspectivas de integración, y sobre todo, sin la más remota posibilidad de llegar al territorio británico continental.
La estadía sería indefinida, hasta que el migrante acepte la repatriación o, lisa y llanamente, muera. El cálculo es puramente disuasorio y descarnado: convertir la búsqueda de refugio en un viaje sin retorno hacia un limbo geográfico y existencial.